"¿Chizuyo será nombre de varón o de mujer?", pienso. Si tuviera el oído afinado para distinguir los fonemas y unirlos con alguna idea o recuerdo tendría alguna pista, pero no. Sólo sé que la reserva de alojamiento está a nombre de una persona sola: abril, 3 noches.
En Puerto Madryn y en plena temporada baja podría ser un hombre viajando por negocios. Entre los empresarios chinos y japoneses que se dedican a la pesca o a los molinos de viento, los senegaleses que ofrecen su mercadería en la playa durante el verano, los descendientes de pueblos originarios y de los colonos galeses, los madrynenses habitamos una Babel en la que todos jugamos de visitantes.
Tal vez me sorprende menos que Chizuyo sea mujer a que en el libro hotelero se registre como ama de casa. Así, escrito a mano y en español. Es bajita, liviana, da pequeños pasos flotantes que no hacen ruido. Mientras avanzamos con el check-in me doy cuenta de que habla poco y nada de inglés, pero sí algo de castellano. Rarísimo: ¿por qué una mujer japonesa aprendería castellano? Según su pasaporte tiene cuarenta y siete años y es oriunda de la ciudad de Nagoya. Un gugleo rápido me avisaría luego que es una de las cuatro ciudades más grandes de Japón, centro neurálgico de la industria automotriz. Wikipedia registra que el creador de Dragon Ball Z, varios samuráis, dos premios Nobel de Física y algunos patinadores artísticos son oriundos de Nagoya. No hay mujeres en la lista.
Chizuyo se instala en la casa de huéspedes, le gusta. Como prefiere moverse en bicicleta mi marido ajusta una de las nuestras, la que está en mejores condiciones. Creo que la persuadimos de que asegure el candado cada vez que lo necesite, aunque no estoy segura de si nos entendió porque asiente y sonríe todo el tiempo. Para mí, analfabeta en su lenguaje, es difícil saber si lo hace por cortesía o por convicción.
En Puerto Madryn llovizna y Chizuyo se marcha, pedaleando.
Durante la estadía de mi huésped Japón era noticia por la próxima abdicación al trono del emperador Akihito. Era el primer monarca de los últimos 200 años en renunciar al poder real.
En 1959 se había casado con Michiko, la hija de un industrial millonario formada en Literatura Internacional y criada bajo la religión católica, que enamoró al entonces jovencísimo príncipe Akihito y se convirtió en la primera princesa plebeya de una historia milenaria.
Entre los primeros partidos de tenis que jugaron juntos y los tres hijos que tuvieron durante su matrimonio pasaron más de 60 años. Fue la primera representante de la nobleza que se opuso a delegar en intermediarios la crianza de sus hijos: ella misma les dio de amamantar y cocinaba sus alimentos en una cocina que hizo construir especialmente. Pagaba cara su osadía de humanizar la rigidez del protocolo monárquico, sobre todo por el disgusto implacable de la emperatriz Nagako, su suegra, que ordenó a sus sirvientes que la espiaran y le informaran cada paso de su nuera. En 1993 Michiko sufrió un desmayo y durante un tiempo perdió el habla: no había lesión neurológica alguna que lo explicara. Fueron siete meses de silencio en un palacio invadido por cartas de apoyo y miles de grullas dobladas a mano por un pueblo que había llegado a respetarla y a quererla. De a poco recuperó su voz aunque, dicen, no volvió a ser la misma.
Recordaba esta historia pensando en que Chizuyo tal vez creció con estos relatos de pequeñas sublevaciones monárquicas, imágenes de una mujer cuyo silencio pudo habilitar formas nuevas de relacionarse con algunas tradiciones. ¿Quién será Michiko para mi huésped?, pienso. Por qué Chizuyo habrá elegido visitar Puerto Madryn, cómo aprendió a hablar nuestro idioma, ¿tendrá hijos?; la invitaría a tomar el té para saber cómo es la vida de un ama de casa en Nagoya, a qué hora se levanta todos los días, ¿habrá querido estudiar en la universidad?. Chizuyo y Michiko son mujeres silenciosas con más gestos que palabras: me resultan enigmáticas. Sólo la prudencia evita que me convierta sin pudor en turista de mi huésped.
—La cadena de bicicleta salió dos veces hoy, pero ahora está arreglado —, cuenta Chizuyo cuando regresa, aunque no aclara si pudo repararla por sí misma o alguien la auxilió en el camino. Tal vez animada por este pequeño triunfo su timidez se hace más porosa y tiene ganas de conversar: su español es esforzado pero insistente.
Hace un tiempo supe de un grupo de japoneses que viajó a Hawaii durante sus vacaciones pero nunca dejaron el hotel en el que se habían alojado. Tenían miedo. Miedo de no entender nada. Sin embargo ahí estaba Chizuyo conociendo Puerto Madryn en bicicleta, fuera de temporada: no hay ballenas ni pingüinos en esta época. A lo mejor le resultó más exótica la estepa, la mirada que llega en línea recta hasta el horizonte cruzando el monte achaparrado, una geografía amplia tan distinta a la suya. O le llamó la atención la carnicería del barrio, enorme, con toda la mercadería en exhibición y las reses enteras suspendidas del techo. Quién sabe: cada viajero con su recorte del paisaje.
—Viajé aquí con la recomendación de mi esposo. Él es japonés y vivió en Argentina por trabajo, así que mi esposo me enseñó español para que pueda hablar español para mí. Viajar sola en Argentina es un gran reto — dice mientras guarda la bicicleta.
Hay algo íntimo en el vínculo de la persona con su bici: el aire en la cara, la respiración, el ritmo que vacía los pensamientos como en una meditación. La bicicleta puede ser un medio de transporte o un ejercicio físico, y al mismo tiempo una manera de estar solo, de dominar un espacio que ofrece cierta resistencia, de domesticar una ciudad. Pedalear te deja a la intemperie, te da una mirada sin ventanillas, te permite escuchar mejor. La bici, de hecho, es un punto de vista.
De la llovizna sólo quedaba el olor a tierra húmeda y el verde un poco más verde de los árboles. Han pasado las tres noches de su estadía y Chizuyo toma un taxi al aeropuerto para abordar su vuelo hacia Buenos Aires. Creo haberle entendido que sigue camino a Iguazú pero es tal su esfuerzo por hablar otro idioma que asentí sin preguntarle más, esta vez por cortesía. —En el tiempo en Argentina a veces no fue según lo planeado pero experimenté mucho más placer en eso. Fui provocada por esta naturaleza y la gente que vive aquí —, dirá antes de despedirse con esa reverencia minúscula que vi varias veces en estos días. En un viaje no es necesario verlo todo y conocerlo todo: lo que queda puede ser una situación, una frase, un detalle. Eso que queda nunca aparece en Wikipedia, ni tampoco Chizuyo.